A todos nos unifica
una vagina,
maravillosa puerta del mundo.
No hay muchas maneras de nacer.
Hay casi una.
Exasperante y mágica. Rugosa, valiente, tibiecita.
Todos somos lo mismo detrás de ella.
Lo que nos cambia es el afuera.
Ese siniestro contacto con el mundo.
Ese rugir incesante de la tierra.
Ese primer planeo en la no asfixia,
en la pasiva libertad que ya no alimenta en la boca
ni en el abdomen.
Todos salimos de la misma puerta.
Algunos jugamos al adultismo desde chicos,
otros nos infantilizamos de adultos,
pero todos somos infelices de igual modo.
Los que lloramos precoces
y los que lo hacemos con atraso.
Los que matamos el amor a diario,
y los que lo resucitamos.
Nadie nos enseñó a seleccionar un método de aprendizaje.
Y por ensayo y error vamos poniendo la cara,
a cuanto puño viene,
a cuanto puño se va.
A moretones avanzamos por las veredas porteñas,
como queriendo mostrar la moradez del alma,
que en nada se parece a un magullón cotidiano.
Como queriendo hacernos respetar por la felicidad ajena.
A moretones nos hacemos dignos
de la compasión de otros,
a trompadas retrocede la pena,
a disparos se aprende la alegría.
Triste oficio el de estar vivo,
dura condena la vida,
en todo su esplendor.
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