El año en que te conocí tu corazón ya tenía piernas, y más de una vez se te escapaba corriendo. Y vos, que no eras más que una ilusión metida en un cuerpo de hombre, no hacías nada para que volviese. Sabías que era así. Tarde o temprano iba a regresar a vos contándote alguna historia. Alguna vista a través de una mirilla o escuchada cerca de una puerta o inventada por tu corazón. Y esas últimas eran las que a mí más me gustaban, porque tenían tanto sabor a estrella que me cubrían de algún lugar pasajero e interminable.
La vez que te conocí, todavía tenías un verano atravesado en los ojos, como un recuerdo sincero salpicado con agua. Y ese verano se clavaba en tu cielo como una luna dorada, y no te dejaba olvidar, no te dejaba olvidarlo por nada.
Cuando te ví por primera vez tu corazón ya tenía alas, y eso empezaba a preocuparte. Te costaba demasiado vivir una rutina con un espíritu alado. Te costaba levantarte en una cama corriente y mirar una ciudad repleta e igual de corriente. Se te hacía tan difícil hasta tomar un café perdido entre lo más ínfimo de Buenos Aires. O escribir un poema o regar tu pequeña planta traída de Entre Ríos.
Las noches que tomábamos vino en la terraza, tu corazón pedía permiso y se arrojaba al vacío. Y apenas un segundo antes de rozar el piso, levantaba un vuelo de pájaro y volvía a nosotros. Y entonces hablaba. Contaba de los abrazos en los que se devoraban los hombres del noveno piso, y de las bonitas flores que tenían las chicas del quinto. Y vos tomabas otro trago de vino como escapando y volvías a colocártelo al pecho todo ensangrentado, y te reías. Te reías como si fuese gracioso ser una ilusión metida en el cuerpo de un hombre.
Las veces que llorábamos juntos alguien más lloraba entre nosotros. Era tu corazón, que ya tenía voz para cantar, y ojos, manos que trabajaban, oídos que escuchaban, dientes que masticaban...
Y vos amabas leerle a ese corazón toda la poesía de este mundo y este mundo amaba que su poesía fuese escuchada por un corazón.
¿Quién no querría un corazón tan grande, tan mágico y tan imprescindible como el tuyo?
¿ Quién no querría esa falta de adaptación a este mundo por culpa de un corazón de ese tamaño?
Ser una ilusión te asustaba terriblemente. Ser tan sólo una pizca de amor entre el asfalto a veces te quitaba la respiración. Andar como enamorado, en un cuerpo mediano y dolorido, un cuerpo que le quedaba chico a una ensoñación tan grande, no era tarea fácil.
Todo eso te estaba dejando cansado. Y cansado andabas, todo el día, por más vitaminas y actimeles que tomaras. Tu cuerpo se desvanecía ante el primer rugido de la ciudad.
Y una tarde de enero dejaste la tierra, harto, hartísimo, fatigado de los desplantes de tu corazón.
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