Prévert decía que aprendió tarde a amar a los pájaros. Yo, por suerte, aprendí temprano.
Me encantaría haber nacido pájaro.
Ahora mismo, escucho en un balcón un canarito que canta. Mentira que ellos no cantan cuando están tristes. Los pájaros viven cantando. Ésa es su manera de ver el mundo. Cantando. ¿Hay una manera más noble de vivir que ésa? ¿Hay una mejor manera de conocer la tierra que a través del aire?
Miro a ese pajarito en la ventana del vecino. La jaula es ínfima. La ventana del vecino es ínfima. Ya sé que no es bueno privar a un animal etéreo como éste de la libertad. ¿Pero alguien se pregunta si su departamento en relación a uno no es del mismo tamaño que la jaula del pájaro?
La libertad es la misma. La diferencia es que ellos cantan. Y nosotros no cantamos.
Nosotros nos adherimos al trajín de la ciudad, a las rutinas, los horarios, a los quejidos, las bocinas, los gritos histéricos. ¿Y por qué? Si nosotros también podemos cantarle a la monotonía. Decirle que nos deje de romper las pelotas con la prisa. Que después de todo a ningún lado llegamos así vayamos lento o vayamos rápido.
Yo me sumo a la decisión de los pájaros. A recoger migas de amor en las plazas. A cantar tras las rejas, tras las nubes, tras las penas. A volar en círculos alrededor de los tanques de agua. A hacer mi casa en un árbol con barro y con mis manos. A tomar de la cascasa, del arroyo, o de la fuente sucia. A picar en las flores su sabor maravilloso. A bajar a la tierra sólo cuando sea necesario, para descontrolar un poco. Para pensar qué tontos estos que andan con los pies.