Era sábado a la noche y habíamos decidido quedarnos en casa.
Afuera Buenos Aires llovía como una loca, y el mejor programa era un té con canela humeante en la mesa de la cocina y la lluvia golpeando el techo de zinc. Te sentaste en la silla pintada de rojo, agregaste azúcar y el bullicio del agua apenas me dejaba escucharte.
Nos debemos estar poniendo viejos me dijiste.
Te contesté que no. Que yo no me estaba poniendo vieja. Que el que está envejeciendo prematuramente es mi corazón.
Miralo. Te dije. Debe andar por allá...
Agarramos las tazas tan calientes con la mano entera y caminamos hasta el living y lo vimos ahí.
Mi pobre corazón se había alquilado cinco temporadas de una serie yanqui y ahí estaba. Con los ojos rojos de tanto aguantar el sueño. Despatarrado en el sofá.
¿Qué hacen chusmeando desde la puerta? ¿No tienen otra cosa que hacer? Nos gritó enojadísimo.
(Te digo. Que mi corazón ahora se las tira de amo de casa. Me espera con la comida lista. Lava la ropa. Pasa procenex en el balcón. Mira el cielo largas horas mientras riega las plantas.)
Volvemos a la cocina. Comemos una galleta de avena y manzana y me decís.
-Cosa seria, esto de tu corazón. ¿Hace cuánto que está así?-
- Y no sé- te contesto. -Hará una semana, o dos-
Suena el teléfono.
Mi corazón pega un grito que retumba en toda la casa: "¡¡¡No estoy para nadie!!"
Se ha puesto haragán como ninguno. Y malhumorado.
Cada día se baña menos.
Casi no sale de noche.
Pero ese día era sábado y Buenos Aires llovía como una loca. Y encima hacía un frío que no se podía andar en la calle. Y nos sentamos en la cocina con un té con canela humeante y entonces me dijiste:
-Nos debemos estar poniendo viejos, ce-